miércoles, 29 de diciembre de 2010

PAPELITO cuento de fútbol e identidad


Ya está por terminar el campeonato y sigo en esta tribuna vacía, girando con el viento que se arremolina sobre los escalones. Mi único deseo es volver volando con la parcialidad que me dio libertad, los hinchas locales. Y para colmo comienza a llover.
Después de nacer, llegar a la imprenta y convertirme en un periódico, de recorrer los puestos de diarios en el camión de reparto, descansar en un kiosco de revistas, ser vendido en el semáforo, pasar el día en el trabajo de Mariano y llegar por la noche a su casa para ser apilado con el resto de los diarios, yo creí que mi destino era oscuro, que iba a terminar arrojado en una bolsa de basura envolviendo yerba, o que quemarían mi cuerpo para prender el fuego del asado del domingo, pero no, el domingo siguiente, no hubo asado, fue un domingo de cancha.
Mientras acariciaba a su hijo, Raquel retiró el diccionario que aplastaba los diarios de la casa, sacó los cinco primeros entre los que estaba yo, y nos guardó en una bolsa, en una bolsa de diarios, ya viejos, como siempre somos los diarios. Así partimos, Mariano, el niño, y todos nosotros, hacia la parada del cuarenta y cuatro.
En el colectivo los pasajeros estaban todos vestidos con los mismos colores, cantaban las mismas canciones con ritmo pegadizo e intenso, golpeaban el techo y sacaban los brazos por la ventana. Yo estaba apoyado bajo el asiento y  en una frenada fui a dar,  contra un balde que había cerca del chofer. Tuve miedo de que se olviden, pero el nene le hizo un gesto al padre y este enseguida vino por el bulto de papeles. Bajaron todos en la misma parada, yo giraba y giraba en la bolsa que golpeaba con las rodillas del niño.
Después, comencé a escuchar un rugido aterrador y a preguntarme a dónde me llevaban, pero en ese momento, Mariano, comenzó a saltar y el hijo rápidamente lo siguió en el impulso, cantando y gritando con fuerza un nombre, un nombre que en el transcurso del día escucharía mil veces.
Luego de terminar una larga cola, nos encontramos con unos hombres agresivos. Ellos también estaban uniformados iguales pero de un azul distinto. Uno, el que no llevaba gorra, trató de sacarle la bolsa al nene para tirarla junto a una pila de encendedores que tampoco dejaban entrar. Pero Mariano convenció al más gordito que llamaban oficial y este nos permitió pasar.
Así entré a la cancha, a ese rugido que entonces era más claro. Descubrí a miles de personas gritando un mismo nombre a la vez. Fumaban, hablaban y se movían inquietos como esperando la salida de alguien. Decían que era muy importante ganar ese partido para quedar punteros.
Subimos a la popular local, y aunque  Mariano le aconsejó al hijo agarrarse de un fierro que había en la tribuna, poco después, luego de la llegada de los bombos, las sombrillas y las banderas, nos tuvimos que alejar de ese caño frío para darle paso a unos cuantos muchachotes que treparon en él.
Tenía mucho miedo, no entendía nada, me quería ir de esa bolsa, creo que en ese momento hubiera preferido ser usado por Raquel para secar una mancha de aceite o de pis de perro.
Ahora, con todo lo que estoy contando ya a la distancia, y aunque la lluvia deshaga mi cuerpo en esta tribuna vacía y fría, por más que esté lejos de aquellos hinchas que me dieron libertad, no cambiaría por nada del mundo mi primer partido, quedó perpetuo en mi piel de papel. Y si bien llueve, el sol pronto me secará y volveré.
Aquel domingo, los muchachos trepados en el paravalancha parecían los directores de orquesta del lugar, pasaban de sector en sector las letras de las canciones para que todos canten a un mismo tiempo. Los que estaban debajo de los fierros parecían tenerles respeto, y algunos estaban más asustados que yo, sobre todo cuando los muchachotes afirmaban “el que no canta se va para abajo”.
Recuerdo que en ese momento el niño abrió la bolsa y nos repartió. La mitad fuimos a parar a las manos de Mariano, y este, nos pasó con un montón de extraños que había alrededor. Yo quedé en manos de un señor mayor que llevaba una bufanda de lana que hacía juego con su camiseta.
La gente comenzó a cantar más fuerte, los bombos golpeaban y golpeaban, y parado en el fierro había un tipo que contagiaba, gritaba y gesticulaba con energía, sin maldecir ni amenazar a nadie. Yo no entendía por qué los que estaban a su lado insultaban a la gente que no gritaba. Si sólo tenían que hacer como hacía ese tipo. Hasta yo que era un simple diario tenía ganas de cantar con sólo mirarlo.
Lo cierto es que entonces el hombre canoso que me tenía en sus manos, me rompió en mil pedazos. Después apretó mi cuerpo mutilado que se pegoteaba con el sudor de su mano, mientras movía y movía el brazo, agitándome.
En ese mismo momento salieron once personas a lo que parecía un campo de juego, a una especie de coliseo romano como el que tenía, en su lomo, el diccionario de la casa de Mariano que nos apilaba cuando todavía éramos diarios.
Cuando vieron a los jugadores, y al mismo tiempo que el viejo abrió la mano y me arrojó por el aire, todos comenzaron a gritar una palabra que yo de tanto escucharla ya conocía muy bien. Esa palabra tenía que ver con el viento, con salir volando, y la repetían y la repetían mientras los jugadores los saludaban.
Inevitablemente volé, volé sobre esa tribuna de gente saltando y gritando, mientras los gladiadores pateaban una pelota y se medían con otros.
Poco a poco el miedo fue cediendo, me relajé, y comencé a disfrutar el flotar sobre las cabezas de esas personas apasionadas, sobre esas almas conectadas por un amor irracional que me hacía temblar como un papel crepé.
Entonces todos gritaron gol y se abrazaron. Algunos cayeron rodando por las escaleras, otros se agarraban la camiseta o se tocaban los genitales señalando a los hinchas de la tribuna del frente. Las parejas se besaban, algunos miraban la hora, y yo, volaba, y no podía entender porque me alejaba más y más de esa gente que me había dado la libertad.
Gritaban más que nunca, como si los directores de orquesta no fueran ni los que increpaban a la gente para hacerla cantar, ni el enérgico que contagiaba, sino que los que dirigían la batuta, entonces, parecían ser los once jugadores.
El lugar era una fiesta, yo volaba casi sobre el arco, me asusté un poco cuando pasaron cerca unos cohetes, pero disfrutaba, me estaba enamorado de ese club, sentía que la poca tinta que corría por mis venas ya no era negra, sino azul y roja. Pero triste e inevitablemente me alejaba más y más de la popular local.
En ese momento hubo un  sentimiento desencontrado, todo el estadio quedó en silencio salvo el grupito del frente que gritaba el gol del empate. Sólo ahí descubrí que ellos también gritaban. Se me ocurrió que si lo hacían más fuerte me devolverían a la tribuna local y por un segundo quise que hagan otro gol. Pero al ver a mis hinchas cabizbajos sentí que era un traidor. Y más aun cuando escuché el nuevo canto que decía que no había pasado nada, que tenían que ganar.
Me alejaba más y más de mi gente. Ya estaba por el centro del campo cuando los jugadores comenzaron a inclinar la cancha y a meter al rival en su arco. Las cosas volvieron a cambiar. Nuevamente los directores de orquesta eran los hinchas, y los jugadores, parecía que jugaban mejor gracias a su aliento.
Estaba en tres cuartos de cancha cuando llegó el segundo gol. Ya no podía ver a los que caían o se abrazaban, sólo veía una maza uniforme descontrolada que saltaba y gritaba.
¿Los futbolistas juegan mejor porque la gente alienta más, o la gente alienta más porque ellos juegan mejor? ¿Es qué son dos partidos aparte o es parte del todo?
Qué sé yo. Si sólo soy un simple papelito.
En el segundo tiempo el equipo hizo otro gol y rápidamente llegué al arco de los visitantes. Entendí que era inevitable alejarme, que era el aliento, la pasión de la gente que me empujaba con sus gritos, y  que como cantaban más y más no iba a poder volver.
Al terminar el partido, los visitantes se fueron en silencio y yo comencé a descender, a caer a un inevitable vacío. Enfrente era una fiesta, gritaban algo sobre salir campeón, sobre volver a un barrio, a un barrio porteño.
Ya llovió, me sequé con el sol pero no pasa nada, sigo acá. Va más de medio campeonato y no puedo volver. No puedo regresar a donde me rompieron en mil pedazos, a donde nací por segunda vez.
Dos semanas después de aquel partido, vino un equipo importante, con mucho público. Gracias a su aliento comencé a volar, pero aunque gritaron fuerte, rápidamente fueron opacados por los locales y no pasé ni el arco. En el partido siguiente pasó lo mismo, y en el otro lo mismo.
Ya está por terminar el campeonato y no puedo regresar.
Cuando termina cada partido, quedan girando en el vacío nuevos papelitos con la misma tinta de mis colores. Por eso ahora no estoy tan sólo, ellos traen novedades, esperanzas. Al parecer viene un equipo del interior, con poco público, y como vamos primeros, quizás nuestros hinchas ocupen las dos populares. Si es así voy a volver. Me voy a meter en algún bolsillo, o a colar por algún parche de los bombos viejos, o a pegar en la suela de alguna zapatilla.
Esperé ilusionado pero no, no fue así “por medidas de seguridad la tribuna visitante quedará vacía”, leí en otro papelito que llegó volando tiempo después. Ya no sé qué hacer, creo que mi cuerpo de papel no soportaría una nueva lluvia.
Ahora los papeles que llegaron desde allá, dicen que si salimos campeones los hinchas tendrán una fiesta en toda la cancha. Hay esperanzas, el equipo lleva mucha ventaja.
Pero terminó el campeonato y otros dos equipos alcanzaron al mío. Después hubo un triangular que por lo que dicen se ganó en los escritorios. No entiendo de esas cosas, pero lo cierto es que el equipo no lo ganó. No hubo fiesta y nunca volví.
Ya comenzó un nuevo torneo, el equipo no levanta cabeza. Quisiera desaparecer. Desintegrarme. Quedar en un escalón, pegado como ricota y luego ser pulverizado por algún pié.
Hoy es lunes, pasa algo raro, hay mucho movimiento en el club, los días de semana por lo general son más tranquilos y ahora entra y sale gente de la tribuna, hablan en vos alta y miran planos. También escucho camiones y grúas.
El suelo comienza a levantarse, no entiendo nada. Floto, pero no en el aire, sino apoyado en el escalón de la tribuna que cuelga de unas cuerdas de hierro. Me alejo del arco más y más.
De pronto vamos atravesando la ciudad. Entonces veo el colectivo cuarenta y cuatro, pero seguimos de largo por la avenida Cruz.
El cuerpo comienza a vibrarme, escucho algo a lo lejos, es ese rugido, ahora más fuerte que el de aquella vez. Los veo, miles de personas con los mismos colores saltando.  
Gritan, “la vuelta al barrio se hizo realidad”. Los viejos lloran, todos se abrazan y ríen. 
Hablan de reinauguración, dicen que toda la gente estará unida y que en esas cosas hay sólo una hinchada. Yo no entiendo de eso. Lo único que sé es que vuelvo y no me voy más de la tribuna. Si tengo que morir en la próxima lluvia quiero que sea ahí, con los hinchas locales, entre esas banderas, y los colores que tiñeron mi tinta azul y roja.  

Del libro Cajita de Cartón  http://www.facebook.com/fusiondelosgeneros


Cuervo Estepario 






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