miércoles, 13 de noviembre de 2013

Zoyuro y Kimura


(Cuento que intenta explicar el proceso creativo de escribir una historia)


En este momento, con mi copa de vino en la mano y la música sonando suave, necesito escribir una historia, y como siempre,
pasa que pronto quiero explicarme. Es ahí cuando me pienso y ya no puedo contar.

Contar alguna historia, como la de Zoyuro y Kimura, la pareja japonesa que años atrás adoraba los colores, y sin embargo, ahora cada vez pintaba menos.
Kimura, educada con reglas milenarias, no se atrevía a decirle
que estaba errado en muchas de sus empresas, que esos cuadros valían
más que esas monedas que le daban por su trabajo. No se atrevía
a decirle muchas cosas.
Para Zoyuro, ella servía el mejor té, adoraba su mano bajo el
plato y su reverencia. Sus pasos cortos, el suave arrastrar de los pies.
El sol entraba entre cortinas naranjas, simulando el atardecer.
Pero aun eran las dos y debía volver al trabajo, a las cuentas y no mirar
a los costados. A los pensamientos que, de a ratos, le devolvían una
libertad recortada.
Kimura lo miró en silencio, él acomodaba su traje cuando la
vio en el espejo, ella no bajó la mirada. Entonces, él supo que no
debía volver al trabajo. Algo pasaría esa tarde. Kimura tenía algo
importante que decir. Por eso partieron a la cabaña del bosque, su
lugar especial.
Cuando me pienso, y creo que la historia va hacia donde quiero,
ésta se frena, no avanza, me demuestra que sólo va donde ella
quiere, como un hacha, que no es arrojada por nadie. Me demuestra
que no soy tan importante. El cuento es libre.
A la terminal de trenes llegaron cuando realmente atardecía. Se
recostaron en un asiento doble, y fueron adormecidos todo el viaje por
el reflejo de un sol rojizo en el vidrio. En uno de los paisajes que la
velocidad del tren permitía ver, los dos, muy pegados al vidrio, se besaron.
Se besaron y abrazaron en un lugar público, por primera vez, luego
de veinticinco años.
El tren frena en una estación de montes frondosos, de árboles
altos cubiertos de nieve. Ellos bajan, y recorren un camino de piedras
hasta la entrada de un bosque, allí hablan con el chofer de uno de los
carruajes, suben y comienzan a atravesarlo.
La nieve no entraba en el bosque, se derretía en las hojas de los
árboles y caía en sus rostros, en gotas de lluvia. Zoyuro, rápidamente
sacó su abrigo y cubrió a Kimura, para que no sintiera los golpes del
agua en la cara.
Llegaron a la cabaña de noche. Corrieron los cuadros que estaban
apoyados por todos lados, y mientras Zoyuro encendía el fuego,
ella cubría sus hombros con una manta. Se volvieron a besar.
A veces, soy tan iluso que creo cambiar el rumbo, pienso que
puedo, entonces me invento que ella no cuenta nada importante,
que no está embarazada.
Pero inevitablemente, la historia va donde quiere, y por más que
agregue pisadas por fuera, una ventada y un mirar asustado de
ellos. Por más que las velas se caigan, y el viento haga golpear las
chapas con fuerza, pasa otra cosa.
—¿Qué te pasa –preguntó, él.
Kimura permaneció en silencio, sus ojos brillaban como un escaparate
recién armado. Zoyuro se arrodilló frente a ella y le corrió
parte del flequillo que tapaba uno de sus ojos. Con un delicado movimiento,
y sin bajar la mirada, Kimura, llevó sus dos manos al vientre.
Las lágrimas de Zoyuro, no tardaron en brotar.
Afuera seguía nevando. Alrededor de la casa, unas huellas rodeaban
el lugar. Alguien realmente los acechaba, como si yo, lentamente,
fuese metiéndome en la historia, como si hubiese tomado
el timón.
Extrañamente, es un hombre alto, muy alto para ser japonés.
Lleva un camperón impermeable con capucha, pantalones anchos
y botas de cuero. En una de sus manos, un balde, en la otra,
tomada por el extremo superior, un hacha de tumbo, tan larga,
que arrastra por la nieve, dejando un surco que parece perseguir
las pisadas.
Hicieron el amor sobre una alfombra frente al hogar. El se ocupó
como nunca de que Kimura gozara. Tardó en desnudarla. Primero introdujo
las manos bajo la ropa ya desarreglada de ella. Luego, aunque
sus deseos primitivos quisieron arrastrarlo, se contuvo, y sólo rozó varias
veces, en círculos, su flor de agua que parecía derretirse y asomaba
inquieta. Kimura no habló, pidió con uñas tenaces pero él siguió en
su juego. Ella tembló, cuando por fin Zoyuro se sumergió en la laguna.
Un gemido agudo se escuchó en todo el bosque.
Los ojos del extraño se reflejaron en el vidrio de una ventana.
Mientras ella temblaba, el hombre corpulento también lo hacía bajo la
nieve, apretando cada vez con más fuerza el hacha.
Y cuando siento que soy un creador y que todo lo puedo inventar.
Cuando pienso que no hay historia que me domine, y afirmo
que este cuento, ya no es más de amor, y que el extraño
viene a matarlos, esto no ocurre. Como si la historia fuese matándome
a mí.
Se sobresaltaron, uno de los cuadros cayó de su atril, uno de
rombos de colores, colores primarios que se funden entre sí. Zoyuro se
apresuró a levantarlo.
—No quiero que trabajes más en la fábrica –le pidió Kimura.
Él terminó de acomodar el cuadro en el atril, asintió con la cabeza,
y volvió a recostarse a su lado, mientras las brasas se convertían en
cenizas. La cabaña estaba casi en penumbras, sólo quedaba el final de
una vela que bailaba en la única sombra.
El extraño, sigiloso, gira el picaporte e ingresa en un pequeño estar.
Entonces, una certeza me invade, los dos van a morir, en el balde
del hombre corpulento hay cuerdas, los atará, los torturará y por
más que Kimura le ruegue, el los matará. La historia está en mis
manos; la historia está, en el hacha.
El hombre corpulento se acerca hacia la poca luz del ambiente
contiguo. Por un equipo de música brota una banda sonora, hay
una copa de vino apoyada junto a un ordenador.
Kimura y Zoyuro vuelven a hacer el amor. Con la certidumbre
que sólo tienen las historias. Saben que él no volverá a la fábrica, que
venderán mejor esos cuadros, allí, en el bosque, lejos de la ciudad.
El extraño, con movimientos bruscos tira la copa y se arroja sobre
la víctima.
La poca luz que da mi ordenador, me permite espiar la silueta
enorme que se abalanza, siento el silbido del filo en el viento,
veo el hacha cayendo con fuerza, sobre mí, sobre este inocente
que cuenta, y que cree poder cambiar las historias. Antes del
impacto, antes de que esta historia me mate, creo lograr poner
un punto final.
A media mañana, Kimura y Zoyuro salieron a caminar por la
helada, el sol estaba fuerte, el agua ya caía por las pequeñas depresiones
del bosque. Cantaban los pájaros. Al ver las pisadas, no se asombraron,
ni siquiera se preguntaron que sería, ese caminito en la nieve
que parecía perseguir las huellas.

Del libro Cajita de Cartón: https://www.facebook.com/fusiondelosgeneros



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