jueves, 24 de octubre de 2013

Diario de un niño y la cigarra

Nora Cortiñas, en una entrevista que le hice hace más de nueve años, me contó lo que sufría su otro hijo, el no desaparecido, el que estaba vivo, y ella descuidaba, sin querer, porque entre otras cosas, ya no le cocinaba algunos platos, para no recordar. El hijo vivo, una vez le dijo: "Mamá, a mi también me gustan las comidas que le gustaban a él". 





¿Cómo estará ¿Seguirá jugando.
Los médicos decían que era coma cuatro. Lara estaba con los
ojos cerrados y la respiración era casi imperceptible. Mamá y papá
lloraban. Era irreversible según los especialistas. Si volvía, sería en estado
vegetal. Pero yo sabía, estaba jugando. Sólo hay que esperar que se le
pase el capricho. Que se le pase, y salga corriendo por la habitación.
Las hojas ya no caían de los árboles y era raro ver gente sin
bufanda en Chascomús.
Lara seguía igual. Mamá pasaba todo el día con ella, estaba
angustiada. Papá trabajaba hasta tarde y la veía poco, seguro que sabía
que estaba jugando.
Yo extrañaba ir a la laguna con mi hermana, quería que se levantase.
Ella me enseñó a pescar. En verano me llevaba a la parte
profunda con una cámara de camión. Era una excelente nadadora.
Me dijo que cuando creciera un poco más me enseñaría a nadar.
No despertaba. Papá contrató una enfermera para que ayudara
a mamá. Yo estaba aburrido sin mi hermana.
En el colegio, los chicos preguntaban si volvería. También la extrañaban.
A mi me conocían poco, recién comenzaba primer grado.
Una tarde de otoño, la enfermera tropezó y dejó caer una bandeja
al suelo. Lara abrió los ojos de repente. Yo sabía estaba jugando
a la Cigarra.
Se quedó con los ojos abiertos, mirando la nada como muñeco
de peluche. No se movía, no hablaba, apenas respiraba. No estaba
jugando.
¿Dónde estará ¿Estará acá, allá o más allá ¿Dónde.
En las noches no cerraba los ojos. Mamá discutía cada vez más
seguido con papá. Ya no dormía con él. Se había armado una cama al
lado de mi hermana. Dejó de cocinar las cosas que a Lara le gustaban.
No hacía más la torta de chocolate, ni los panqueques, ni el postre de
vainilla. Pero a mí también me gustaban los panqueques y también las
milanesas con puré, la comida preferida de mi hermana.
Pasaron cinco años desde que se durmió. Lara seguía ahí.
Yo aprendí a nadar en el último verano. Aprendí solo. Primero en
lo bajo, después flotaba cuando el agua me llegaba a media altura y
por último en la parte profunda. Atravesé de lado a lado el brazo más
ancho de la laguna. Lara nunca se había animado.
A veces soñaba que la encontraba despierta, pero cuando llegaba
a su habitación, estaba igual que siempre. Con los cables y la comida
inyectable. Mamá limpiándola con un trapito húmedo y cambiándole
los pañales.
Todavía no se porque se fue mamá.
En casa estaban los tíos, los primos, los abuelos. Nadie quería
jugar. Papá estaba triste, llorando me dijo: «Mamá estaba cansada, se
fue a descansar».
Desde ese día no la vi más. Igual papá me dijo que volvería a
verla y que también iba a conocer a la abuela Soledad, de la que tanto
hablaban y nunca llegué a conocer.
Me parece que papá se enojó conmigo. Me puso en un colegio
toda la semana. Los sábados y domingos volvía a casa. Lara siempre
igual.
Papá tenía el pelo más blanco. Estaba de mal humor. Dormía
mucho.
Faltaba poco para el verano cuando papá se fue. El tío Andrés
me dijo que extrañaba mucho a mamá y que había ido a buscarla.
Yo esperaba. Esperaba que papá volviera. Tenía el presentimiento
que vendría por la tarde. Cuando el sol bajaba, me asomaba por la
ventana y miraba el camino. Esperaba que vuelva con mamá. Pero no.
Nunca pasó.
El verano siguiente Lara despertó. Estaba transpirada, con el
vestido pegoteado. Se levantó y se sentó en la cama. Yo estaba al lado
de ella. Me acarició el pelo y me abrazó con fuerza.
Yo sabía. Estaba jugando a la cigarra.


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